Holiday Warmth o Ella está feliz
por: Joel Feliciano
Sube las escaleras hacia su apartamento. Camina por el pasillo de su piso alumbrado por una luz tenue, que la baña de tonos sepia, y hace que sus movimientos sean más lentos. Imagina lo que hará esa noche. Se imagina mirar el techo mientras el sol termina de ahogarse en el horizonte. Un leve tintineo de dos únicas llaves se escucha. Abre las dos cerraduras de su puerta, la segunda truena como el choque de las bolas de billar a donde estuvo esa tarde; libre de tareas universitarias, se había pasado el día paseando por su ciudad de frías nieblas, su ciudad de luces entumecidas por nubes, de aires memorables de nostalgia y recuerdos enternecedores. Entra en su apartamento. Por la ventana al final del pasillo de entrada entra el final del día: una claridad vaga que la divierte, que desenfoca las sombras y que une las vidas. Deja caer las llaves en el counter de la cocina, pues no tiene una mesa de comedor. Suelta su bulto en otra esquina. Se quita los zapatos. Camina en medias. Siente el frío del suelo de madera. Siente la mullida suavidad de la alfombra del cuarto. Enciende el radio que está en el piso. La estación fue predestinada desde ayer: un Jazz absorbente y grueso. El saxofón embadurna los rincones de una tristeza hermosa, de una alegría de olas de mar. El piano timbra y ausculta los misteriosos rincones con curiosidad, y suena en el trasfondo de una fotografía en blanco y negro. Ella se trepa en la cama, su único mueble. Abre la ventana que hay en la cabezera y el frío entra. Enciende la calefacción, que está al alcanze de su mano, para no congelarse. Es una chica complicada. Le gusta el frío natural, pero no le gusta congelarse. Tiene sentido. Y para que ese calor se le quede dentro enciende un cigarrillo. Y mira la chispa ardiente en la punta. Y exhala hacia la ventana, enrolladas sus piernas entre sus brazos, sobre la almohada. El humo se escapa por la ventana, pero queda el amargo olor en la habitación. A ella no le importa y mira el cielo gris, mira la niebla que se confunde con el humo. Apuñala el cigarrillo en el cenizero, donde descansan en paz otros cuántos. Se acuesta en la cama, y presiente los cambios de la luz, que se desvela como un telón de terciopelo en el teatro; aparecen pliegues tras los objetos, tras los libros. Recuerda entonces el ramito de pino que arrancó de algún árbol de navidad que vendían en la calle de camino... Lo saca del bolsillo de su camisa. Lo huele: un agridulce que la sumerge en memorias intocables. No puede comprarse uno. Entonces escucha la voz solemne, honda, y levemente rugosa de un hombre en la radio. Imagina a un hombre negro, con la sencillez de una sonrisa sumamente blanca. Cierra los ojos escuchando la siguiente tonada, y se imagina la noche, se piensa abrazada por otro cuerpo en aquella cama, entre las sábanas tibias por la piel. Cuando abre los ojos ya la ciudad ha ennegrecido, las cornisas de los edificios cercanos relumbran con las girnaldas navideñas. Respira profundo, su pecho se yergue... Puede escuchar los rastros del retintinar de un villancico a lo lejos. Entonces tocan a su puerta. Se levanta, saca de la nevera la botella de coquito que su amigo le ensenó a preparar; la única receta que se ha dignado a hacer, solamente para aquella ocasión; y pone la botella en el counter, el contenido espeso y cremoso la excita. Se sirve en uno de sus tres vasos de cristal, la crema se desliza y ella se deja dominar por el amigable olor de la leche condenzada mezclada con el hambriento vapor del ron... Sonríe. Y camina hacia la puerta. Abre y toma de la mano a aquella otra sombra.
por: Joel Feliciano
Sube las escaleras hacia su apartamento. Camina por el pasillo de su piso alumbrado por una luz tenue, que la baña de tonos sepia, y hace que sus movimientos sean más lentos. Imagina lo que hará esa noche. Se imagina mirar el techo mientras el sol termina de ahogarse en el horizonte. Un leve tintineo de dos únicas llaves se escucha. Abre las dos cerraduras de su puerta, la segunda truena como el choque de las bolas de billar a donde estuvo esa tarde; libre de tareas universitarias, se había pasado el día paseando por su ciudad de frías nieblas, su ciudad de luces entumecidas por nubes, de aires memorables de nostalgia y recuerdos enternecedores. Entra en su apartamento. Por la ventana al final del pasillo de entrada entra el final del día: una claridad vaga que la divierte, que desenfoca las sombras y que une las vidas. Deja caer las llaves en el counter de la cocina, pues no tiene una mesa de comedor. Suelta su bulto en otra esquina. Se quita los zapatos. Camina en medias. Siente el frío del suelo de madera. Siente la mullida suavidad de la alfombra del cuarto. Enciende el radio que está en el piso. La estación fue predestinada desde ayer: un Jazz absorbente y grueso. El saxofón embadurna los rincones de una tristeza hermosa, de una alegría de olas de mar. El piano timbra y ausculta los misteriosos rincones con curiosidad, y suena en el trasfondo de una fotografía en blanco y negro. Ella se trepa en la cama, su único mueble. Abre la ventana que hay en la cabezera y el frío entra. Enciende la calefacción, que está al alcanze de su mano, para no congelarse. Es una chica complicada. Le gusta el frío natural, pero no le gusta congelarse. Tiene sentido. Y para que ese calor se le quede dentro enciende un cigarrillo. Y mira la chispa ardiente en la punta. Y exhala hacia la ventana, enrolladas sus piernas entre sus brazos, sobre la almohada. El humo se escapa por la ventana, pero queda el amargo olor en la habitación. A ella no le importa y mira el cielo gris, mira la niebla que se confunde con el humo. Apuñala el cigarrillo en el cenizero, donde descansan en paz otros cuántos. Se acuesta en la cama, y presiente los cambios de la luz, que se desvela como un telón de terciopelo en el teatro; aparecen pliegues tras los objetos, tras los libros. Recuerda entonces el ramito de pino que arrancó de algún árbol de navidad que vendían en la calle de camino... Lo saca del bolsillo de su camisa. Lo huele: un agridulce que la sumerge en memorias intocables. No puede comprarse uno. Entonces escucha la voz solemne, honda, y levemente rugosa de un hombre en la radio. Imagina a un hombre negro, con la sencillez de una sonrisa sumamente blanca. Cierra los ojos escuchando la siguiente tonada, y se imagina la noche, se piensa abrazada por otro cuerpo en aquella cama, entre las sábanas tibias por la piel. Cuando abre los ojos ya la ciudad ha ennegrecido, las cornisas de los edificios cercanos relumbran con las girnaldas navideñas. Respira profundo, su pecho se yergue... Puede escuchar los rastros del retintinar de un villancico a lo lejos. Entonces tocan a su puerta. Se levanta, saca de la nevera la botella de coquito que su amigo le ensenó a preparar; la única receta que se ha dignado a hacer, solamente para aquella ocasión; y pone la botella en el counter, el contenido espeso y cremoso la excita. Se sirve en uno de sus tres vasos de cristal, la crema se desliza y ella se deja dominar por el amigable olor de la leche condenzada mezclada con el hambriento vapor del ron... Sonríe. Y camina hacia la puerta. Abre y toma de la mano a aquella otra sombra.
Dedicado a Alexandra, quien vive en la gris ciudad de San Francisco.
3 comments:
Interesante, pero no pensaba que San Francisco fuera gris y terrible como Nueva York.
lo es... pero no es tan terrible como nueva york, porque el gris de nueva york es contaminación, el de allí es niebla y frío, porque hace frío todo el año casi (digo, frío pa nosotros).
me sentí como si estuviera viendo un short film...
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